La cajita de las
sorpresas estaba vacía, metí mi mano en los bolsillos sin fondos ni
fondo. La habitación se hacía cada vez más pequeña y la
imaginación luchaba contra las esquinas de este, mi cubo. Me senté
en el borde de la cama escuchando la música, como si fuera la banda
sonora de esta escena tan brutal de agonía.
La incertidumbre de un
sueño a medio partir que es alcanzado por un despertador atronador
que anuncia la hora de abandonar el barco. Primero lo abandonan las
ratas (mi cobardía), los niños (mi inocencia), después las mujeres
(mi sensibilidad) y por último el capitán (mi consciencia de saber
que yo mismo he provocado el choque contra el iceberg de la realidad,
y la seguridad de que no voy a sobrevivir.)
Notas que brincan por una
partitura, un músico que las persigue, mientras una rubia de pote se
insinúa al público borracho tendida sobre el piano. Una pata del
gastado instrumento cede, y la chica se desliza con un golpe contra
el suelo enmocatedado, un instante par ver como cae encima de su
cabeza la cola del piano. La moqueta se tiñe de rojo, se cierra el
telón y entran los payasos.
El pianista llora
desconsolado en su habitación, intentado dejar la mente en blanco,
sentado al borde de la cama que un día compartieron.
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