Un libro en blanco que lo
dice todo, y la punta de una hoja doblada que marca donde
desapareciste de mi vida. Breve pausa antes de zambullirme en las
marismas de los por qué. Suena la alarma desde el emisor del cuarto
de la inocencia, mientras fornico con mi conciencia. Y en las cuadras
los caballos se desbocan al oír el gemir de mi joven princesa al
perder el zapato de cristal. Tejiendo sueños en el desván tengo
recluido a mi inconsciente, mientras la emoción se la está mamando. Y
los cuadros torcidos nunca reflejan del todo bien mi pose ecuestre.
Es parte del juego de palabras que improvisamos las noches de
tormenta en que la calle se llena de pureza. 1, 2, 3 , 4, 5, 6, 7, 8
, 9, 10 y … mierda, siempre pierdo la cuenta de las oportunidades
cuando se cierran los puños para golpear el vivo retrato de la puta
en el espejo. Las pertenencias que dejó la dulzura cuando abandonó
su puesto de vigilancia, me sirven para maquillar una sonrisa en mi
miedo. Bendita escritura automática, maldita realidad que la
inspira. Doy otro trago, brindando con el tiempo perdido. Víctima de
mis aspiraciones, reúno al público que pasa por la calle desierta,
para obsequiarles con juegos de manos sin truco. Traicionado por la
epopeya de una civilización que vive una utopía (que paradoja más
repugnante), la mujer del saco sigue mis huellas pese a mi
inmovilidad, tal vez sea yo misma. Busco un ático con vistas al
abismo, a poder ser soleado y con aire acondicionado. Tropezando con
la cuerda de saltar a la comba doy de bruces con un asfalto blando y
pegajoso.
Despierto de repente con
la extraña sensación de haber escapado por un rato de esta
enfermedad que me está matando. Y dibujo una carcajada silenciosa
que despelleja la luz que entra por la ventana.
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