Condenado a una inmadurez
siempre repentina, hacía recuento de sus soldados de plomo, el
profesor de filosofía, mientras un tren azul eléctrico era asaltado
por pesadillas demasiado reales. El tablero iba empequeñeciendo,
fracaso a fracaso, y los dados estaban plomados. De nuevo un seis
borraba su conciencia en un juego de manos del hombre manco. La magia
se desplomaba sobre si misma como un castillo de naipes de una baraja
formada íntegramente por un dos de corazones que se repite con la
severidad de cincuenta y dos sueños rotos. Hay que saber diferenciar
la condena del condenado. Me duermo entre la muchedumbre ciega que lo
observa todo, mecido por una mirada muda que, testimonio erecto de la
duda, se mira al espejo y deja caer una lágrima. El caminante está
agotado y el sendero acaba de empezar.
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