Cansado de utilizar el
mismo latiguillo en cada y una de mis emociones, guardo la sombrilla
y dejo la playa desierta, desenmascarando al horizonte que no cansa
de insinuar un miedo enfermizo, mitad tierra, mitad aire. Chasqueo
los dedos al ritmo que marca mi corazón y me adentro en la
complejidad de lo absurdo, en un mundo de cristal cargado de la
resonancia de millones de manos ocultas a la espalda que van
chasqueando los dedos, constantemente, de principio a fin, sin
detenerse, pero por una vez solamente. Colgado de mis manecillas me
dedico a bromear con unas prostitutas mientras nos pasamos la pipa en
algún rincón de la noche. Alguien me susurró al oído que
intentaron encontrar la madre en mi cadáver y sólo hallaron un
silencio frío que hizo desaparecer al momento. Como no hago caso a
rumores, me echo a reír y mis carcajadas cubren con su manto de
indiferencia el cementerio cercano. Alguien llamó a una ambulancia,
mientras un chico intentaba volver de Oz, con los bolsillos vacíos,
como un eco que intenta devolver a la nada su silencio. Lázaro, hay
días en los que sería mejor no levantarse.
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