Dormido en la locuacidad
de la última palabra me maltrato a conciencia, y si puedo,
inesperadamente. Trucos para el olvido de uno mismo. Indigente de la
vergüenza, preparo discursos como peto para ocultarme de los sueños
que me persiguen para recordarme que nunca se cumplirán. El salón
se llenó de gente vacía, y mis mentiras sonaron mejor que nunca. No
pude evitar vomitar al salir de la sala. Una chica me preguntó si
me encontraba mal y las carcajadas brotaron espontaneas como una
tormenta de insatisfacción. La pobre muchacha se alejó
apresuradamente. No tuve tiempo de decirle que no tuviera miedo, que
soy incapaz de hacer daño a nadie que no sea a mi mismo.
Sonaron los 10
despertadores de mi habitación perfectamente sincronizados a las 10
en punto. Hora de mi serie preferida. Lástima que no tenga
televisor. Paré los relojes por orden de tamaño y me volví a meter
en la cama a elaborar reglas para los juegos que invento para perder.
Y la última palabra fue: silencio.
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